LOS IMPOSTORES
VENDEDORES DE HUMO
EXISTE UN TIPO ESPECIAL DE IMPOSTOR QUE LOGRA SUBIRSE AL PODIO SIN TENER MÁS TALENTO QUE EL DE HACERLE CREER A LOS DEMÁS QUE TIENE TALENTO PARA ALGO. SU RELACIÓN NO ES A LA PRODUCCIÓN SINO A LA FIGURACIÓN Y LOS MÁS INCREÍBLE ES QUE TIENEN UN ÉXITO BÁRBARO.
En las interminables horas de pensamiento inútil que llevo acumulado, más de una vez me he preguntado los siguiente: ¿habrá en este mismo momento un Van Gogh, un Cortázar, un Lennon, un Einstein tirando de la piola de una idea que se llevará a la tumba sin que nadie la descubra nunca jamás? ¿Cuántos genios superiores a Leonardo, a Copérnico, a Beethoven, a Shakespeare han quedado en el anonimato y su producción destruida, ya sea por adelantada y no comprendida o por pasar desapercibida hasta terminar en la desintegración total? ¿O será que el talento está destinado al éxito y que, tarde o temprano, es decir, en vida o post mortem, la obra alcanza la luz y queda a disposición de todos por los siglos de los siglos? El pesimismo me lleva a decir que toneladas de genialidades han quedado perdidas para siempre sin que un vecino curioso, un discípulo previsor, una amante visionaria la rescatara para la historia.
¿Por qué la humanidad ha perdido semejantes tesoros de los que nunca tuvo noticias? La razón es muy sencilla y cualquier iluminado del marketing y las relaciones públicas, gloriosas disciplinas del siglo XX, lo pueden decir: una falla de comunicación. Lo que me lleva a enunciar lo opuesto. Cuánto infeliz pero experto comunicador termina almorzando en tv porque tiene ese gran talento que hoy vale oro: saber qué decir a quién y cómo en el momento exacto.
La diferencia entre los primeros y los segundos es clara. Unos hacen -escriben, pintan, cortan, dibujan, mezclan, piensan y muchos otros verbos más- hacen lo que sea, pero hacen, sin pensar ni remotamente en las consecuencias. Los otros sólo piensan en las consecuencias, en lo que vendrá después, el busto en la plaza, la fama, el dinero o la certeza de pertenecer a un club selecto. Los primeros tienen una relación visceral con lo que producen, y en muchos casos, se obsesionan, se aíslan, se olvidan de los parientes y amigos y poco les importa el mundo. Los segundos se mueren por la foto, porque para ellos lo importante es figurar, recibir los aplausos, conceder entrevistas para llenarse la boca de sí mismos. La producción es una coartada y sólo importa en tanto conduzca hacia los flashes. Ése es su único valor.
La época es propicia para ellos, digo, para nombrarlos con bastante más importancia de la que merecen, para los impostores, esos que engañan simulando la verdad. Hay que reconocerles, sin embargo, una rara habilidad, tal vez su único talento. Se sientan a hablar con la persona-puente o persona-trampolín, es decir, con esa que resulta necesaria en su búsqueda de figuración, y escuchan ese subtitulado que su interlocutor calla, pero piensa. Entonces ellos, vendedores natos, con su poder vidente, anticipan lo que su interlocutor quiere escuchar, adivinan sus gustos, sus deseos y los complacen bestial o sutilmente, según sea el estilo preferido del otro. Y poco a poco lo fascinan como Tu Sam a las gallinas y logran lo que cualquiera que con una centésima parte de talento real jamás logrará de personas-puente.
Parte de su expertise es que pueden estar sentados con brokers de la bolsa de Chicago o cultivadores de orquídeas de Sri Lanka que se saben mover como si fueran uno más. Captan por arte de magia los códigos privados y erosionan la muralla defensiva hasta alcanzar la aceptación total. Son hábiles name droppers. En el instante justo dejan caer un nombre propio que funciona como una llave, que les abre nuevas puertas en el grupo que segundo a segundo profundiza la bienvenida y lo recibe como parte de la cofradía. Si están ante músicos no dicen Mozart: mencionan a Verklarte Nacht (Noche transfigurada) de Arnold Schonberg, pegada a la las palabras “revolución tonal”; si están entre intelectuales citan dos frases de Finnegans Wake o alguna palabra en alemán, de ésas que no tienen traducción.
Son geniales vendedores de humo y entonces les dan lo que quieren: una sala para que estrenen una obra de teatro “malo”, un contrato, dinero, un puesto, derivaciones de pacientes. Es sorprendente, porque las personas-puente fueron elegidas por ser criteriosas y sensatas y en muchas circunstancias lo son, pero caen en el canto de las sirenas que les abre el asombro por esa facilidad para llenarse de nada.
El impostor del que hablamos no es el de Mr Ripley, el estafador, que se sabe engañador. Éste es el que termina creyéndose al pie de la letra lo que su figuración en el hall of fame le depara. Es un infatuado, lleno de nada, inflamado de sí mismo. A veces ocurre que un outsider cuestiona la legitimidad del impostor, no por hacerse el héroe, el reivindicador de verdades, sino por ingenuo. Como sucede al niño en el final del cuento de Andersen, “El traje nuevo del emperador”, cuando dice lo que nadie decía: el rey no llevaba puesto un traje con la tela más maravillosa jamás tejida, esa que sólo un tonto no podía ver; el rey estaba desnudo, meneando sus partes íntimas delante del pueblo.
Claro que es un cuento; en la vida real, el pueblo no despierta, y al que dice lo que no debe, lo linchan en un ritual satánico.
SILVINA PINI
“LA MUJER DE MI VIDA” – NÚMERO 52
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